Semáforo
Hermoso día de otoño, las hojas que caen
caudalosamente pintando las calles de color café. Hacían ya 30
minutos que me hallaba viajando hacia la capital en un colectivo
repleto de gente que se atemorizaba por la rapidez imprudente la cual alcanzaba
el chofer.
Era una mañana
explendida excepto por odisea que estábamos obligados soportar. La parada estaba
cerca podía verla, se encontraba a una o dos cuadras. En ese instante una
patrulla que había estado siguiéndonos con gran dificultad obligó al chofer a
detenerse y a bajar a todos los pasajeros. Las personas, entre agradecimientos
y groserías de cualquier tipo hacia el oficial, se echaron a caminar como
ganado en pleno centro. Yo, con un poco más de suerte solo tenía que caminar dos
cuadras. Aunque como descubrirán no seré tan afortunado.
La vereda se encontraba en muy mal estado, como si haya sido víctima de alguna huelga. De repente pasé por enfrente de una casa vieja,
y muy rasgada, pero no deshabitada. Faltaban tan solo unos metros para llegar al
semáforo que marcaría mi vida.
El semáforo estaba en rojo y me impedia el paso, fue allí cuando todo se oscureció
y el ruido proveniente de la ruta se enmudeció. Luego de varias horas tome
conciencia luego de que un balde de agua empapara mi humanidad. En ese instante
quede petrificado, mas allá de que no podía moverme tras estar fuertemente
amarrado a una silla. El horror fue causado por el rostro de mi atacante. Ése
rostro que había condicionado mi reputación. Él era un contador retirado, cabe
destacar que debido a mi más irresponsable acto varios años atrás. Fue una
noche de abril, yo volvía de una fiesta en mi auto con un alto nivel de alcohol
en sangre. Desgraciadamente embestí su camioneta familiar que yacía a un lado
de la carretera. En dicha tragedia asesine a toda su familia, compuesta por su esposa
y sus tres hijos.
Volviendo al lugar de los hechos, recuerdo todo a la perfección: Un poco confundido distinguí a mi secuestrador hablando por teléfono muy excitado como si hubiese cometido algún crimen. Luego introdujo el celular en mi bolsillo, desenfundó un revolver antiguo pero eficaz y susurro a mi oído-“no voy a matarte, solo sufrirás lo que he sufrido yo durante todos estos años”-.
Aquí me encuentro en la correccional nº14 condenado a
cuarenta años de prisión, reflexionando sobre la injusta justicia de estar
preso, preso por homicidio culposo a
mano armada y no por homicidio múltiple. Pensando si tan solo ese maldito semáforo, que me impidió el paso, hubiese estado en verde.
Martin Mendez .
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